divendres, 16 d’octubre del 2015

dilluns, 12 d’octubre del 2015

Desemmascarant les mentides sobre el TDAH

Antonio Rico ha escrito en cierto suplemento literario un artículo titulado "Diagnóstico: niño". En él presenta el libro "Volviendo a la normalidad" (Alianza Editorial) de Fernando García de Vinuesa, Héctor González y Marino Pérez Álvarez. Entre otras cosas destaca que "no se sabe cuál es su causa [del TDAH], aunque la ciencia médica no duda al atribuirla a un desequilibrio neuroquímico en el cerebro. Se desconocen por completo sus fundamentos neurobiológicos, aunque ya existen arsenales farmacológicos con los que hacerle frente. Su diagnóstico no se basa en ningún tio de analítica, no hay ningún marcador que indique su presencia, ni prueba de neuroimagen de ninguna clase que concluya el padecimiento de la enfermedad. Se diagnostica hablando con los padres acerca de los problemas de conducta del niño". Añade, además, que el TDAH es el fruto de la "ideología cerebrocentrista" y de "ciertos estilos educativos  que entienden que la sociedad, los padres y los profesores no deben preparar gradualmente a los niños para afrontar las dificultades de la vida adulta, sino que deben sobre todo impedir tal afrontamiento, protegiendo a los jóvenes del mundo real el mayor tiempo que se pueda en una burbuja hecha a base de escuelas divertidas, falta de castigos y normas de disciplina, albanzas a granel independientes de los logros y concesiones de caprichos en aras de la sagrada felicidad".


L'escola: institució total o dispositiu?

Aún recuerdo las discusiones que tuve en la facultad, durante mi época de estudiante, sobre si la escuela podía ser considerada o no una "institución total". Fue Erving Goffman quien acuñó este concepto en su ensayo Asylums. Essays on the Social Situation of Mental Patients and Other Inmates, publicado en 1961. Yo pensaba que sí, que la escuela lo era. Y todavía lo sigo creyendo. Puede que sus características no coincidan al cien por cien con la definición de Goffman, pero existen rasgos que son extraordinariamente coincidentes. Una institución total es un “lugar de residencia o trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente” (Goffman,1961: 13). De acuerdo, falla lo del "periodo apreciable de tiempo". Pero es indudable que las actividades cotidianas de la escuela se desarrollan "en un mismo lugar y bajo una misma autoridad"; que estas actividades "están estrictamente programadas, de modo que la actividad que se realiza en un momento determinado conduce a la siguiente, y toda la secuencia de actividades se impone jerárquicamente"; que cada individuo interactúa con un "gran número de otros miembros" de la institución, recibiendo el "mismo trato" y haciendo "las mismas cosas"; y que "las diversas actividades obligatorias se integran en un único plan racional, deliberadamente creado para lograr de objetivos propios de la institución". Es decir, la PGA. En todo momento me estoy refiriendo a la "escuela real", a la de los alumnos mirando hacia la pizarra siete horas al día. No a la utópica sobre la que fantasean los defensores de las muy loables pedagogías alternativas. 

Sin embargo, mis profesores y compañeros de carrera siempre discreparon conmigo: "¿Comparar la escuela con los manicomios y las cárceles? Por favor..."

En un artículo de Jordi Soler publicado el domingo en El País ("Más dóciles y más cobardes", 28/03/2015) se utiliza el concepto de "dispositivo" para argumentar sobre la desbocada proliferación de smartphones y tablets en nuestra sociedad actual. Y aparece mencionada la "escuela" como ejemplo de lo que las ideas de Michel Foucault, Jean Hyppolite y Hegel han llevado al filósofo Giorgio Agamben a definir como "dispositivo". Resulta interesante lo que Soler comenta al respecto (el subrayado es mío):

El filósofo italiano Giorgio Agamben, en su inquietante ensayo titulado ¿Qué es un dispositivo?, llega a la conclusión de que hoy tenemos “el cuerpo social más dócil y cobarde que se haya dado jamás en la historia de la humanidad”. Esa docilidad y esa cobardía que Agamben percibe esta relacionada con los teléfonos móviles y con las tabletas a las que vive conectado un habitante común del siglo XXI.

Pero estos aparatos electrónicos, que son el punto en el que termina el ensayo, no son más que la evolución de los dispositivos que han modelado el comportamiento y los destinos de la humanidad desde hace siglos. ¿Qué es un dispositivo? Agamben echa mano de las ideas de Michel Foucault, de Jean Hyppolite y de Hegel para establecer que el dispositivo es eso que tiene “la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”, y esto incluye no solo las instituciones como la escuela, las fábricas, la religión, la constitución y el manicomio. También son dispositivos “la pluma, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, los ordenadores, los teléfonos móviles y —por qué no— el lenguaje mismo, que quizás es el más antiguo de los dispositivos”. En suma, Agamben divide al mundo en dos grandes clases: los seres vivientes y los dispositivos, que forman una intricada red que, inevitablemente, nos condiciona, nos hace pensar, reaccionar y conducirnos de una manera determinada, aun cuando nosotros estemos muy convencidos de nuestra originalidad.

Pero el filósofo italiano termina su ensayo precisamente en cuanto aparecen el smartphone y la tableta, que han venido a revolucionar, y a multiplicar de manera masiva, esos dispositivos que nos han acompañado desde el principio de los tiempos, pues ninguno de estos, ni las fábricas ni los manicomios ni el cigarrillo ni la agricultura, han sido tan invasivos, ni han gozado de tanta impunidad como las tabletas y los teléfonos móviles, que son también, a su vez, dispositivos, y que invaden absolutamente todas las esferas que conforman la vida cotidiana de un individuo. Además, invaden, a diferencia de aquellos dispositivos altamente invasivos como la religión, o las dictaduras, o el capitalismo rampante, de manera rigurosamente personal, más bien de forma personalizada, en un permanente y muy íntimo tête à tête con el usuario de la tableta o el teléfono. Y no hay que dejar de lado otra diferencia con los dispositivos invasivos, la de que el usuario tiene en alta estima a su aparato electrónico, lo lleva a todos lados, no puede vivir sin él, lo ama y le preocupa que su aparato envejezca y caiga en desuso, le preocupa no estar al día, le agobia que su dispositivo no sea ventana suficiente para mirar, y empaparse, de todos esos millones de dispositivos que son las páginas web, las redes sociales, las aplicaciones que sistematizan y propagan los millones y millones de dispositivos que están ahí palpitando, a un solo clic de distancia, listos para que el usuario voraz los consuma, los digiera y, a la postre, se deje conformar por estos (...).