Aún
recuerdo las discusiones que tuve en la facultad, durante mi época de
estudiante, sobre si la escuela podía ser considerada o no una
"institución total". Fue Erving Goffman quien acuñó este concepto en su ensayo Asylums. Essays on the Social Situation of Mental Patients and Other Inmates,
publicado en 1961. Yo pensaba que sí, que la escuela lo era. Y todavía
lo sigo creyendo. Puede que sus características no coincidan al cien por
cien con la definición de Goffman, pero existen rasgos que son
extraordinariamente coincidentes. Una institución total es
un “lugar de residencia o trabajo, donde un gran número de individuos
en
igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de
tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada
formalmente” (Goffman,1961: 13). De acuerdo, falla lo del "periodo
apreciable de tiempo". Pero es indudable que las actividades cotidianas
de la escuela se desarrollan "en un mismo lugar y bajo una misma
autoridad"; que estas
actividades "están estrictamente programadas, de
modo que la actividad que se realiza en un momento determinado conduce a
la siguiente, y toda la secuencia de actividades se impone
jerárquicamente"; que cada individuo interactúa con un "gran número de
otros miembros" de la institución, recibiendo el "mismo trato" y
haciendo "las mismas cosas"; y que "las
diversas actividades obligatorias se integran en un único plan
racional, deliberadamente creado para lograr de objetivos propios de la
institución". Es decir, la PGA. En todo momento me estoy refiriendo a la
"escuela real", a la de los alumnos mirando hacia la pizarra siete
horas al día. No a la utópica sobre la que fantasean los defensores de
las muy loables pedagogías alternativas.
Sin embargo, mis profesores y compañeros de carrera siempre discreparon conmigo: "¿Comparar la escuela con los manicomios y las cárceles? Por favor..."
Sin embargo, mis profesores y compañeros de carrera siempre discreparon conmigo: "¿Comparar la escuela con los manicomios y las cárceles? Por favor..."
En un artículo de Jordi Soler publicado el domingo en El País ("Más dóciles y más cobardes", 28/03/2015) se utiliza el concepto de "dispositivo" para argumentar sobre la desbocada proliferación de smartphones y tablets
en nuestra sociedad actual. Y aparece mencionada la "escuela" como
ejemplo de lo que las ideas de Michel Foucault, Jean Hyppolite y Hegel
han llevado al filósofo Giorgio Agamben a definir como "dispositivo".
Resulta interesante lo que Soler comenta al respecto (el subrayado es
mío):
El filósofo italiano Giorgio Agamben, en su inquietante ensayo
titulado ¿Qué es un dispositivo?, llega a la conclusión de que hoy
tenemos “el cuerpo social más dócil y cobarde que se haya dado jamás en
la historia de la humanidad”. Esa docilidad y esa cobardía que Agamben
percibe esta relacionada con los teléfonos móviles y con las tabletas a
las que vive conectado un habitante común del siglo XXI.
Pero estos aparatos electrónicos, que son el punto en el que termina
el ensayo, no son más que la evolución de los dispositivos que han
modelado el comportamiento y los destinos de la humanidad desde hace
siglos. ¿Qué es un dispositivo? Agamben echa mano de las ideas de Michel
Foucault, de Jean Hyppolite y de Hegel para establecer que el
dispositivo es eso que tiene “la capacidad de capturar, orientar,
determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las
conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”, y esto
incluye no solo las instituciones como la escuela, las fábricas, la
religión, la constitución y el manicomio. También son dispositivos “la
pluma, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el
cigarrillo, la navegación, los ordenadores, los teléfonos móviles y —por
qué no— el lenguaje mismo, que quizás es el más antiguo de los
dispositivos”. En suma, Agamben divide al mundo en dos grandes clases:
los seres vivientes y los dispositivos, que forman una intricada red
que, inevitablemente, nos condiciona, nos hace pensar, reaccionar y
conducirnos de una manera determinada, aun cuando nosotros estemos muy
convencidos de nuestra originalidad.
Pero el filósofo italiano termina su ensayo precisamente en cuanto
aparecen el smartphone y la tableta, que han venido a revolucionar, y a
multiplicar de manera masiva, esos dispositivos que nos han acompañado
desde el principio de los tiempos, pues ninguno de estos, ni las
fábricas ni los manicomios ni el cigarrillo ni la agricultura, han sido
tan invasivos, ni han gozado de tanta impunidad como las tabletas y los
teléfonos móviles, que son también, a su vez, dispositivos, y que
invaden absolutamente todas las esferas que conforman la vida cotidiana
de un individuo. Además, invaden, a diferencia de aquellos dispositivos
altamente invasivos como la religión, o las dictaduras, o el capitalismo
rampante, de manera rigurosamente personal, más bien de forma
personalizada, en un permanente y muy íntimo tête à tête con el usuario
de la tableta o el teléfono. Y no hay que dejar de lado otra diferencia
con los dispositivos invasivos, la de que el usuario tiene en alta
estima a su aparato electrónico, lo lleva a todos lados, no puede vivir
sin él, lo ama y le preocupa que su aparato envejezca y caiga en desuso,
le preocupa no estar al día, le agobia que su dispositivo no sea
ventana suficiente para mirar, y empaparse, de todos esos millones de
dispositivos que son las páginas web, las redes sociales, las
aplicaciones que sistematizan y propagan los millones y millones de
dispositivos que están ahí palpitando, a un solo clic de distancia,
listos para que el usuario voraz los consuma, los digiera y, a la
postre, se deje conformar por estos (...).