dimecres, 26 de gener del 2011

I si eduquéssim?


Tribuna

¿Y si educáramos?


P. FRANCESC NOVELLA, SUPERIOR DEL ORATORIO DE SANT FELIP NERI DE PORRERES Cada cierto tiempo aparecen noticias sobre docencia normalmente alineadas en la opinión de ser necesaria una profunda reforma que, de algún modo, dibuje un horizonte distinto al actual por desolador. Se habla mucho, se fabrican algunas docenas más de eufemismos, se decora floridamente de tecnicismos el lenguaje educativo hasta hacerlo casi incomprensible en la vana ambición de disimular una realidad fea y muy preocupante. Parece posible exponer sin complejos que el peor lugar para estudiar es actualmente una escuela o un instituto. En las primeras la dinámica parece ser la propia del mundo de dibujos animados en su versión Epi y Blas: mucho juego, mucho reciclaje, bastante dinámica de club de amiguitos, celebraciones de todos los cumpleaños con tartita y bocatas y poco, muy poco estudio, esfuerzo inexistente; a los maestros se les llama de tú, un montón de gomina y piercings ya en primaria por aquello del derecho de imagen que como todo derecho se ejerce siempre que a uno le da la gana, ¡faltaría más!

El instituto es distinto del colegio aunque ciertamente es su lógica consecuencia: el volumen es mas alto en los pasillos, los insultos más frecuentes porque al desaparecer la infantilidad y el infantilismo aparece una cosa nueva casi incalificable. Ellas con aros en las orejas como ruedas de bicicleta y pintadas como un kiosco muy al estilo de la Esteban, musa de gran parte de nuestras colegialas. Ellos con el rosario al cuello mezcla de santería y tontería; con la gorrilla de medio lado dentro del centro porque oye, no nos vamos a enfadar por eso, y con medio culo al aire en exposición variopinta de ropa interior. Trapicheo diario de hachís en el recreo y un montón de colillas en el rincón menos vigilado. 

Los profesores de secundaria también tienen o tenemos perfil propio coincidente en la sensación de estar en un campo de batalla en el que la única salida honrosa aparece en forma de retirada aunque claro, la hipoteca no lo permite. ¡Más cornás da el hambre! El todo de ese hervidero de mala educación lo constituye una población mestiza en la que algunos no tienen ni idea de castellano ni catalán, otros sí saben, lo adivinas porque, en los insultos, la lengua no se les traba y son capaces de disparar como una metralleta una sarta de improperios inigualable y de difícil superación. Finalmente están los nuestros que a la postre no son mejores, insultan igual y han aprendido a pasar de casi todo no distinguiéndose en nada del conjunto global... ¿será eso la globalización? El resultado es desolador y todo eso a pesar de los esfuerzos que hacen equipos directivos, maestros reunidos o sin reunir, mediadores sociales o culturales, programas lingüísticos, policías tutores, tutores de curso y hasta la señora del bar.

En este punto uno ya empieza a preguntarse seriamente sobre la conveniencia o no de la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis. En principio, claro, es de lo más civilizado y políticamente correcto apostar incluso por una obligatoriedad hasta los dieciocho o más, y sin embargo falla algo, ¿verdad? Efectivamente falla porque la obligación de ser enseñado debería ser eso, una obligación. La realidad actual dibuja un paisaje absurdo en el que el maestro debe enseñar obligatoriamente pero el alumno solo debe aprender cuando a él le de la gana si es que se la da alguna vez. Convendremos que todo este montaje supone un tremendo desaguisado, carísimo por cierto.

Cuando un maestro, pobre señor, se ve en la coyuntura desagradable de expulsar a un alumno, debe prepararse para que la lupa del sistema de los pedagogos Teletubbies se ponga sobre él. Parece preguntársele inquisitorialmente el porqué, el cómo, el cuándo y el para qué. Ese mismo sistema prevé toda una serie de protocolos interminables que deben ser rellenados y cumplimentados por la comunidad educativa, por los maestros vaya. Entretanto el expulsado se suele ir a casa más contento que unas pascuas. En las oficinas del instituto seguirán los trámites interminables: llamadas a los padres, normalmente insultos de los progenitores a los profesores... incomprensión. El docente rellena papeles y el maleducado alumno se recrea en su indolencia seguro como está de hallar la comprensión de sus coleguillas progenitores que le defenderán con uñas y dientes de su máximo enemigo, el maestro. Está fallando algo muy serio ¿verdad?

Deberíamos empezar a cambiar algo, y ante una expulsión convenir que quienes deberían correr hasta perder el culo deberían ser los padres puesto que a ellos en primer lugar se les puede y debe responsabilizar de la mala educación de sus hijos. Ellos, los padres, deberían correr de Herodes a Pilatos para intentar que su retoño fuera nuevamente acogido en el instituto mostrando así un interés que ahora no aparece por ninguna parte. Deberían rellenar ellos los formularios, cumplimentar, también ellos, las solicitudes, firmar compromisos y perder horas de trabajo yendo y viniendo del instituto al ayuntamiento o al organismo competente en materia educativa. Si han de someterse a la burocracia del sistema que se sometan ellos, y en el mientras tanto que el maestro siga dando clases que es lo suyo.

Actualmente los padres se suelen enfadar mucho con los educadores salvo honrosas excepciones cada vez más escasas. Uno casi diría que los consideran enemigos a batir. Existe la percepción que ese tiempo de educación obligatoria es una molestia, un trámite doloroso por lo extenso pero necesario para empezar a ganar dinero que es de lo único que se trata. Nuevamente aparece la pregunta en el horizonte: si ellos no quieren ser enseñados y nosotros no podemos obligarlos a aprender... ¿a qué estamos jugando aquí? No se a qué jugamos pero sí adivino lo que nos jugamos y es mucho, demasiado para seguir como hasta ahora en este juego de necios. En algún momento habrá que plantarse seriamente porcentajes de aprovechamiento, lo que no parece lógico es mantener un sistema brutal para millones de alumnos que a la postre quedan reducidos a unos pocos miles en cuanto a interés y rendimiento, no hablemos ya de resultados.

En el colmo del absurdo, y de una pedagogía enfermiza y ñoña, hace años decidimos no traumatizar a ningún alumno,  embarcados en esa locura vamos bajando año tras año, curso tras curso el nivel de exigencia. Hemos concedido derechos al gandul educándolo en la percepción de premiar su indolencia, a partir de ahí la prostitución está servida porque parece que todos tenemos derecho a que se nos dé un título, certificado o diploma de algo. El esfuerzo y el gusto por saber desaparece y en su lugar se instala la exigencia del vago, la reclamación del maleducado, la demanda del idiota.

Tengo verdadera añoranza de la escuela de mi infancia. Los maestros fueron excepcionales, don Melchor Rosselló Simonet creó escuela y aquella Aneja nos formó, educó y sensibilizó. Nos preparó para vivir en el sentido más amplio de la palabra. 

Pocas veces coincido con mis antiguos compañeros, cuando lo hacemos el recuerdo vuela emocionado a un momento de nuestra vida que nos forjó desde el respeto y la exigencia, desde la educación y la enseñanza a partes iguales. Fue aquel un momento en el que padres y docentes remaban en la misma dirección, en el que llamábamos de usted a los maestros y en el que se nos castigaba a recoger piedras del patio para evitar que nos las tiráramos. Recuerdo que cuando el castigo estaba cumplido don Melchor nos daba las gracias con mucha formalidad y nos regalaba un diminuto caramelo Kengo... Diminuto caramelo, dulcísimo recuerdo.